lunes, 24 de mayo de 2010

El Árbol Liviano

Quisiera pasar la tinta sangrienta por encima de tus cicatrices de locura, sudor y culpa. Yo he tenido noches enterradas, cuchillos a lo largo de mis pieles alcohólicas, planetas de ciento veinte universos tan diferentes como efímeros. Han sido artificiales y han sido anárquicas las peleas contra dios padre todopoderoso, pero pude encontrar la llave para todos los cerrojos en un cuerpo y una respiración, perderla sería deshacerme en el aire, hacerme vaho en una pared quebrada por golpes de colibrí. Yo quise destrozar Auschwitzs y raccontos del suelo empobrecido, pero ahora que escucho la música de una voz que tartamudea pidiendo a gritos ser oída por Roscharch maltrechos, cantando la canción más triste que se puede cantar entre llantos de madera y camillas sin ambulancias, no puedo dejar de acordarme de los camellos sobre salmos quemados por seguidores de molinos escondidos, y sentir la nata revolviendo mis arterias como la primera vez que pisé el rumor blando de los bastardos sin amor. Nunca pretendí la pretensión, ni aprender francés ni ser universitaria, pretendí cazar mariposas para regalarlas a las azafatas cansadas, a los sacerdotes en celo, a los colegiales que tararean sonatas románticas sin tener idea de revoluciones ni paz. Si me siento ahora es porque quiero regalarte algo de lo que pueda tener, ni esperanza ni felicidad, ni apellidos ni aires puros, sólo la palabra mesiánica, la que ensalza el licor de la derrota cuando es necesario secarse de páncreas y pulmones para subir doce Jerusalenes y darse en la espalda con espinas ajenas, maldiciendo los errores, rogando a los brazos mezquinos el arrepentimiento de las verbenas ausentes y esperar el regreso de las cuerdas de los relojes mientras oyes el canto infernal de las cajitas musicales.

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