domingo, 23 de mayo de 2010

Egos: La delgada escala que se derrite con un gemido:

Yo sólo sentencio dudas. Opino su decadencia porque me da miedo pensar que es cierta y, lo que es peor, constante. No opino la felicidad, porque el fracaso oscila pendularmente de ciudadano en ciudadano y se reparte como una hostia mascada, la paz del Señor, una mano, dos manos, seis mil millones de manos. Yo hablo por mí, escribo por mí. No redacto declaraciones de principios ni manifiestos de ismos intrascendentes. Yo respiro por mí y lato por mí. Al menos por mi cuenta y con el singularmente solidario fin póstumo de que ese mí sólo es mí porque Ella/Él, destacando la mayusculidad de la palabra viva. Los paras, los comos, los ques, son todos motivos conceptuales adheridos a la circunstancia que les da un nombre impropio. Soy consciente del anonimato vil y del estado inerte de los cuerpos vibrantes cuando están apilados todos en una ciudad, que aunque caminen y trabajen, sólo están produciendo el nitrógeno que se entuban a los bronquiolos. Sé también que hay cubículos y escalafones y Sus Majestades y mendigos ebrios, sin embargo cuando salgo (todavía no sé si me elevo, me entierro o simplemente salgo como quien yace ausente en sus labios y en su ropa) desnuda y de su mano, verdaderamente es posible ver ajena la maquinaria metropolitana, mezcla monocorde y homogénea, bien parejita y perfectamente revuelta por el dedo del dios minor que se han creado a falta de uno real, a falta de universidades universales y universalistas, de esvásticas, hoces, martillos, Kalashnikovs, mayos y sonrisas codificadas con la palabra más tiernamente ilusa: esperanza. Los escritores malditos no pueden escribírsela en el pecho, quizás porque hace rato ya no existen escritores malditos. Esa casta se extinguió cuando la belleza cambió de cuerpo y de color. Mientras que la Gran Muralla sigue viéndose cada vez desde más lejos, yo continúo no estando, justificada por la ausencia gravitacional de Ella/Él (siempre nueva/o. Delgada/o palabra para tan plena existencia), y siguen empañados los espejos de los baños, no precisamente por el vapor de la ducha de espasmos, sino por la vacuidad invisible del espacio en que hemos estado.

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