lunes, 19 de abril de 2010

Historia de un 14 de Febrero

Eso era. Debíamos entrarle a los días como una foto de perfil, debíamos decirnos secretos al oído, pero no todos, y sobre todo no preguntar por qué llorábamos a la salida de los cines. El aguacero era una excusa como cualquier otra, y Natalia aprendió la ciencia de descifrarla sin que nadie la viera desporticar o quejarse. Estábamos muy cerca de hacernos polvo cuando apareció Mabel con su voz y acordeón, abriendo puertas y ventanas, aunque confieso que siempre estábamos al borde de hacernos polvo. Fue un respiro cuando pudimos irnos fuera de Santiago, porque se nos venía encima con todo su peso y su infamia. Cuestión de piraterías. Pero nada era suficiente si no éramos capaces de seguir saltando con un pie en el marco de la ventana, poniéndole trampas a la memoria, bebiendo sin perder la dignidad y con máscaras de semi dioses. No era fácil, porque había que arreglárselas con el amor tremendo de Natalia; todo le cabía en la mochila, y ese amor también; comenzó a rondar a Mabel como una perra famélica y herida, nunca de un modo tan secreto, pero todos debíamos hacer como si lo fuera. Por primera vez Natalia era quebradiza, y hacía preguntas lamentables, y se iba y en las calles buscaba cuerpos inútiles y volvía preguntando qué hago, qué cresta hago. Mabel se había parapetado en un fuerte de libros, omisiones y ternuras. En las comidas levantábamos las tres copas como si cada noche fuese la despedida, inventábamos historias obscenas, discurríamos fábulas y conjeturas y narrábamos anécdotas de infancia. Después nos daba por bailar turnándonos, por tocarnos con la excusa de que nos tomábamos la temperatura y por subirnos al techo con la compañía de un botellón, haciendo de la música un paseo dominical de niños huérfanos de calor, entablando patéticas apuestas sobre el destino de las estrellas, dejando que las horas se hicieran cargo de toda nuestra furia, hablando de revolución, de viajes a Europa y de gallos de medianoche; ejercíamos nuestros mejores talentos para engañar a la tristeza.
Fueron días en los que pensamos en todo eso que no podíamos pensar y en los que nos perdonamos ciertas infamias y dos o tres silencios criminales. De golpe Natalia se había quedado sin su fuerza; contenía la invertebrada verborrea, olvidaba su sombrero en los locales y juraba encontrarse de noche con "un gran angular homocida" cuando se miraba al espejo. Rondaba a Mabel a la manera de quiltros y sin hacer preguntas. Se tocaban y en tocarse era el mismo juego, pero nadie mencionaba el miserable mundo que nos había tocado ni el paréntesis de promesas nunca consumadas. Natalia tenía mucho miedo, y no sabía tenerlo. Se la comía la tentación de romper todas las reglas del pavor, pero se sabe; el miedo no perdona. Mabel la miraba, aunque pocas veces a los ojos, y se dejaba querer como si se tratara de un paseo por el Parque Forestal, sin arriesgarlo todo pero dejando territorios de la nada, al modo de una colegiala o una cortesana, y acudiendo a mí cuando la tensión se hacía exasperante. La verdad es que Natalia sufría mucho; no sabía qué hacer con ese amor tan brutal y tan extraño, no sabía si dejarse caer por fin o si seguir rondando impunemente.
En ese póker yo pendía en el medio, hacía el aseo, me ocupaba de la cocina y me reía escondida debajo de una mesa, porque cómo me querían, dos mujeres tan mejores que yo me querían con hambre porque era todo el amor que les estaba permitido expresar; me protegían, me hacían intimidantes regalos, me inventaban nombres y me besuqueaban en el pelo, probablemente por temor a que en esa marea salvaje yo me fuera a suicidar sin que nadie se diera cuenta.
Vivir con dos mujeres en el borde, nadar entre ellas como una recién nacida, dejarme musicar rozando el mundo en un estado de hipnosis y de sueño profundo, quedarme fuera de la tina riendo a carcajadas y vomitando mi pasado.

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