La exaltación de la sencillez y la modestia como contracara de los
escándalos de pedofilia y las finanzas. Las posiciones políticas de
Bergoglio y sus gestos como Papa. La ruptura del protocolo y la todavía
indefinición sobre el rumbo del nuevo pontificado.
¡Es la política, Francisco!
Por Diego Ezequiel Litvinoff
Una vez superada la euforia y la emoción por su asunción, el papa
Francisco deberá hacerse cargo del Vaticano. Si bien por sus
características este gobierno se diferencia del de sus pares europeos,
sus situaciones de crisis son similares. Y no se trata únicamente de
problemas económicos, sino de lo que ellos ponen de manifiesto: una
verdadera crisis de gubernamentalidad.
En su último libro editado en la Argentina, Opus Dei. Arqueología
del oficio, Giorgio Agamben señala que la forma moderna de gobierno
occidental encontró su paradigma en el esquema desarrollado a partir de
la institucionalización de la Iglesia. La necesidad de formar un cuerpo
permanente de sacerdotes chocaba con el carácter de comunidad
carismática de la Iglesia primitiva, fundada sobre los principios
cristianos entendidos como acontecimientos. Para resolver ese dilema,
los padres de la Iglesia –remitiéndose a un marco conceptual que tiene
sus raíces en prácticas públicas griegas y reflexiones filosóficas
estoicas– definieron la función sacerdotal con la palabra officium. Este
término indica una tarea que sólo se cumple al realizar los actos que
le competen en tanto instrumento de la economía divina, lo que significa
que “el sacerdote es aquel ente cuyo ser es inmediatamente una tarea y
un servicio, es decir, una liturgia” (p. 136).
La importancia que Agamben le otorga a este concepto radica en que
éste funda, en la historia occidental, una nueva ontología.
Diferenciándose de las acciones definidas en la Antigüedad, el officium
se refiere a una tarea cuyo único contenido es su efectualidad, dado que
lo importante no es ya “cómo hay que ser para obrar”, sino que, por el
contrario, lo que se pone en juego es “cómo hay que obrar para ser”.
Es esa ontología la que tomó como paradigma la modernidad y que
funda la situación de gobierno que le es propia, constituyéndose así el
modelo de conducta de toda institución moderna, que “trata de distinguir
al individuo de la función que ejerce, de modo de asegurar la validez
de los actos que cumple en nombre de la institución” (p. 42). Pero es
esa misma ontología, que llega a su máxima expresión durante el
neoliberalismo, la que, según Agamben, está perdiendo su poder. No es
casual, entonces, que la crisis de gobierno encuentre en la Iglesia uno
de sus epicentros.
El nuevo Papa proviene de un continente que ha dado respuestas
novedosas a esta crisis de gubernamentalidad. Con líderes que se
involucran personalmente en su actividad, revalorizando la política como
rectora de la economía, otorgándole relevancia a la palabra y contenido
a los gestos y dejando literalmente su vida en ella, Latinoamérica
redefinió la ontología efectual. El poder político ya no se concibe en
estas tierras como una función que representa a la nación en su
totalidad. Intrincada en una compleja lucha de intereses, la política
asume su condición de parte, generando un espacio que deja de ser el
vacío desde el que se administran los recursos, para colmarse de una
parcialidad. El sujeto que lo ocupa deja de ser un instrumento y coloca
su firma en él. Si el precio que paga por ello es ser un hombre común en
circunstancias excepcionales, ese hombre común, con nombre y apellido,
puede asumir la representación del pueblo, del que nunca dejó de formar
parte, y el que, lejos de asumir una totalidad abstracta, se define
fraccionándose, a partir de las diversas minorías.
Siendo una de las partes del conflicto de poder en Argentina, no
obstante, Bergoglio encontró en el discurso impersonal del acuerdo y la
necesidad de diálogo un arma para hacer valer los intereses de su
sector. A la cabeza del Estado Vaticano, diálogo y acuerdo solicitarán
los que cometieron los crímenes más atroces. En ese mismo sentido puede
entenderse la humildad y el culto a la pobreza, que, siendo tan antiguos
como la religión, se asemejan a lo que Angela Merkel le propone a
Europa. Otras señales, sin embargo, permiten avizorar un cambio, como el
largo encuentro que tuvo con Cristina y su referencia a Latinoamérica
como la Patria Grande.
Cuando Francisco, al asumir, rompió el protocolo y se acercó a sus
fieles, no sólo transmitió una señal simbólica. Puso en crisis una
función que es ciento por ciento protocolar. El derrotero de los hechos
dictaminará la dirección que asuma el nuevo pontificado: si entrará en
una disputa por la conservación del pueblo en su generalidad abstracta,
afianzando así los postulados conservadores de la Iglesia, o si
modificará sus fundamentos, apuntando, desde la ruptura del protocolo, a
la parte que le corresponde a la Iglesia, respondiendo a las
necesidades religiosas de las minorías y generando así nuevas
condiciones de gubernamentalidad.
La política de los gestos
Por Damián Pierbattisti *
En una de las más extraordinarias investigaciones en el campo de las
ciencias sociales del siglo XX, Vigilar y Castigar, el filósofo Michel
Foucault define al poder disciplinario como “la anatomía política del
detalle”. No recuerdo en los últimos tiempos ocasión donde aquella
definición se vuelva contrastable con tal nivel de nitidez como en la
reciente entronización del papa Francisco. No obstante, la deliberada
estrategia de exhibir una minuciosa política del detalle tiene, desde mi
perspectiva, dos grandes vectores que no deben confundirse entre sí y
cuyo punto de convergencia mantiene un expectante final abierto.
A primera vista, el conjunto de detalles que exaltan la supuesta
sencillez del papa Francisco encuentran su contrapartida implícita en la
vergüenza inocultable de la pedofilia y el tenebroso mundo de las
finanzas vaticanas; dos aspectos centrales que determinan el merecido
desprestigio de una institución cuyo pretendido anclaje en cualquier
sesgo divino no hace más que distanciarla del “pueblo” que evocan, y por
cuya conducción moral están dispuestos a luchar una vez más. En tal
sentido, es imposible resistirse a observar que la minuciosa descripción
apologética de los “gestos” papales, decodificados en términos de
ruptura respecto de la situación precedente, no esté subordinada a la
estrategia de recuperar el terreno perdido por la Iglesia Católica en la
capacidad de incidir en la vida cotidiana de Occidente, dentro de
nuevos y acotados márgenes de maniobra. La táctica de la “humildad”
cuenta con un punto de partida favorable: cualquier gesto del que se
trate será más progresista, caluroso y humano que cualquiera de los
emitidos por Ratzinger.
“Sencillez”, “humildad” y “modestia” replicada a ambos márgenes del
Atlántico: hechos de una inusual trascendencia como cruzarse al Papa en
la línea A o llevarle el diario La Nación todos los días, la escalera
por la que subía en su casa de su juventud y anécdotas de igual calibre
fueron constituyendo los inadvertidos peldaños que elevarían al Papa a
la autoridad moral que la derecha política argentina perdió hace ya
mucho tiempo sobre la sociedad civil; de allí que redoblen sus esfuerzos
por conducirla. El ostensible intento mediático por reflotar una
debilitada conciencia religiosa a partir de tocar las fibras más íntimas
de un nacionalismo cuanto menos peligroso es inescindible de la
esperanza de poder encontrarle una posible dirección política a los
disgregados sectores de la derecha que no tienen, aún, una sólida
referencia electoral. Que el otrora jefe político de la oposición, tal
como lo definiera Néstor Kirchner, haya sido investido nada menos que
como el representante de Cristo en la Tierra, desde luego que era una
noticia para festejar holgadamente por los diarios La Nación y Clarín,
la alianza estratégica que constituye el único partido de la derecha con
posibilidad de incidir en la vida política del país. Aunque sus cuadros
electorales no generen el entusiasmo que se corresponda con sus deseos.
Pero es aquí donde aparece el otro vector político de los gestos: el
problema inocultable que exhibe el nuevo papa radica en la sugerente
reedición del célebre cuento de Robert Louis Stevenson, allí donde
conviven Francisco y Bergoglio. Mientras que es tan legítimo como
deseable pensar que Francisco no intentará bloquear los profundos
procesos de transformación social que atraviesan a numerosos países de
la región y que lejos está de convertirse en la remozada analogía del
tándem Wojtyla-Walesa para ponerle fin a la nefasta experiencia de los
socialismos reales, el historial de Bergoglio no arroja muchos signos
positivos que digamos. Ante lo cual es preciso hacerse algunas
preguntas: ¿qué pensará Bergoglio de su programa político presentado en
junio de 2010 en la Universidad del Salvador para un eventual
poskirchnerismo, tal como lo detalló Horacio Verbitsky en una columna
del 20 de junio de 2010? ¿Y de la responsabilidad en el secuestro de dos
religiosos pertenecientes a su misma orden, también denunciada por
Verbitsky? ¿Desclasificará los archivos del Vaticano para esclarecer la
evidente complicidad de la jerarquía Católica argentina en el genocidio
producido por las Fuerzas Armadas que ellos mismos bendijeron? ¿Pedirá
perdón por tales crímenes y excolmulgará al probado genocida Von
Wernich? ¿Cambiará su opinión respecto del matrimonio igualitario y la
ampliación general de derechos civiles ante los cuales la Iglesia se
opone tenazmente? Su declamada preocupación por los pobres y la
erradicación definitiva de la pobreza no parece ser compatible con las
posiciones políticas que Bergoglio sostuvo hasta el momento.
En un mundo en donde lo sagrado y lo profano convergen de maneras
tan complejas, donde en el cuerpo dividido de Francisco y Bergoglio se
disputa el curso de un proceso social abierto, será preciso observar con
rigor y detalle los gestos del nuevo papa respecto de su posición ante
los gobiernos populares de la región; a los que rige el intento de
revertir las consecuencias nefastas del capitalismo neoliberal y que, a
diferencia de los países del Este europeo a inicios de la década del
’80, gozan de un extraordinario apoyo popular.
Comparto con Verbitsky la determinación por enfrentar este clima de
entusiasmo por la designación de Bergoglio como nuevo papa de la Iglesia
Católica y el intento de hacer pasar tal nombramiento como un soplo
mágico de esperanza. Los pergaminos que ostenta Francisco distan
bastante de ser todo lo venturoso que se pretende. No debe dejar de
advertirse que difícilmente pueda resultar positivo para el curso de las
transformaciones que se produjeron en nuestro país, y en la región en
su conjunto, este evidente retroceso a un reverdecer religioso y
nacionalista, cuyo objetivo estratégico no se encuentra, precisamente,
en profundizar los cambios logrados hasta el presente. Es evidente que
el flamante reinado de Francisco Bergoglio estará atravesado por la
dualidad expuesta en estas líneas; en un contexto local y regional donde
no será fácil escindir sus acciones de la lucha por la hegemonía
política, entendiendo esto último como la conducción intelectual
política y moral de la sociedad que la Iglesia Católica se decidió a
librar usando toda la fuerza de la que dispone. Confrontación para la
que valen como nunca las atormentadas palabras de Dimitri Karamazov en
Los Hermanos Karamazov, de Fedor Dostoievski: “En el duelo entre Dios y
el diablo, el corazón humano es el campo de batalla”.
* Sociólogo. Investigador del Instituto Gino Germani (UBA/Conicet).