Por Eduardo Aliverti
Hace
un par de domingos, Horacio Verbitsky escribió aquí que “de tanto en
tanto, la sociedad argentina es atacada por raptos de euforia en los que
un tema central reclama la unanimidad de las voluntades y la exclusión
de los disidentes, como si su mera existencia ofendiera la exaltada
sensibilidad colectiva. Ese poder hipnótico parece capaz de abolir
diferencias, historias personales e intereses sociales. El que no salta
es un inglés o un holandés, o un cuerpo extraño a la Nación y enemigo
del pueblo”.
Sentirse un paria, un bajoneador del entusiasmo popular. Un fuera de juego, aunque vaya si es mérito no ser parte de un objeto retorcidamente lúdico. Como Verbitsky citó en su nota, los casos del Mundial de Fútbol del ’78 y de la guerra de Malvinas son categóricos. Los argentinos somos derechos y humanos; los desaparecidos andan de paseo por Europa; la pelota y la política no tienen nada que ver; el enemigo carece de espíritu patriótico; que traigan al principito; estamos ganando. En algunos aspectos, quizá se pueda trazar un sinónimo entre esos... arrebatos, digamos, y la papamanía que, dicen, atraviesa a todas las clases sociales. Tengo mis interrogantes acerca de que sea totalmente así, porque presumo que hay mucho, muchísimo, de prédica periodística, que usufructúa bajar línea de reconciliación nacional como eufemismo de una Cristina que debe aprender del Santo Padre y dejar de contender a sus implacables adversarios. La virtual cadena nacional en que entraron todos los medios, para desplegar una emoción de pueblo entera y completamente conmovido, tuvo picos que no debieron resistir al sentido común. Hablaron, sin ir más lejos, de una vigilia y permanencia de decenas de miles de personas frente a la Catedral metropolitana, el día de la asunción de Bergoglio. Mientras decían eso, las cámaras mostraban una Plaza de Mayo en la que se podía circular con enorme comodidad. Al margen de detalles como éstos (¿sí? ¿Al margen?), es cierto: se respira que “la gente” está contenta, o expectante, o algo así, con el Papa “nuestro”. Que siente que nos proyecta al mundo de otra manera. Que si el hombre juega unas fichas agregadas a sus costumbres de humildad, en orden a frenar los escándalos sexuales y financieros del Vaticano, o a no salir a crucificar homosexuales en público, será un argentino quien lo haya hecho. En función del objetivo de esta columna, dejaremos de lado cuál sería la importancia profunda de tal estimación. Mejor reflexionemos sobre antecedentes, probanzas, cotejos.
Verbitsky –que para el caso podría ser Juan Pérez, aunque me temo que no es fortuita su condición de judío a la hora de masacrarlo– lleva años (entiéndase bien: años) en la investigación y publicación del trayecto de la Iglesia católica argentina. En 2005 se editó El silencio (De Paulo VI a Bergoglio. Las relaciones secretas de la Iglesia con la ESMA). Y desde entonces no se detuvo, a través de los libros que persistieron en la temática, de innumerables artículos periodísticos, de toda vez que se lo requirió. Nadie salió a cruzarlo para desmentir su testimonio, su documentación, la prolijidad interpretativa de su trabajo. Nadie. Y, sobre todo, nadie entre quienes ahora se agolpan para decir que debería arrepentirse o rectificarse, que lo guía un rencor subjetivo, que fue y es un inmoderado sobre el silencio o la complicidad activa de Bergoglio durante la dictadura. Así que vuélvase a aquello del sentido común, supongamos que por fuera de toda consideración ideológica. ¿Cuál sensatez debe adjudicarse a que los aceptadores de las denuncias de Verbitsky –los progres y los reaccionarios, gracias a que ninguno de ellos dijo nunca nada, de nada, en contra de ellas– se hayan transformado en sus inquisidores por obra y gracia de que Bergoglio es papa y de que en consecuencia el que no salta es un inglés o un holandés? Y a continuación, quitemos de ese espectro a fascistoides, frívolos, eternos viajadores en la dirección del viento o de los intereses de sus patronales. Hablemos por un momento entre nosotros, los del palo de como quiera llamarse. Ustedes me entienden. Ustedes, nosotros, ¿desde cuándo necesitamos la confirmación puntualísima del papel particular de Bergoglio en el genocidio, para decidir dónde pararnos? ¿Qué me perdí? ¿Cuándo, y por qué, era que alcanzaba y sobraba con que ni Bergoglio, ni las sucesivas conferencias episcopales ni sus sucesivos jefes, hubieran dicho una palabra, ni hubieran expresado un gesto, sobre los desaparecidos, las torturas, los robos de bebés, los vuelos de la muerte, la alianza intrínseca entre ese demonio y el gran capital? ¿Y ahora resulta que también se trata de destruir a Estela, a las Abuelas, por haber dicho eso mismo? ¿Cuándo pasó que Estela era el símbolo universal de la lucha tan inquebrantable como inteligente por los derechos humanos, la imagen de la bondad infinita en aras de la justicia implacable, para convertirse en una fragotera que no entiende que todo cambió porque el Papa es argentino? ¿Y cuándo pasó que a otro Horacio, González, quieran sacarlo de circulación porque jodió, y cómo, su señalamiento de que una superchería no debe permitir el retroceso de la ciencia política; de todo lo que se sostuvo para bancar y movilizar el “nunca menos”, que incluyó enfrentarse a los jerarcas de la Iglesia? Insisto, ahora estoy hablando de ustedes y nosotros, los del palo, porque hay muchos –o pocos pero significativos, no sé– que parecen estar asustados. En el Gobierno, entre la militancia; en los círculos y circuitos donde toda la vida, sobre el rol que juega la Iglesia, nadie expresó duda alguna. Por supuesto: más allá de rescatar los ejemplos heroicos de los pastores asesinados; la labor de los verdaderos curas de base con hondo sentido ideológico, y no como militantes de un conservadurismo asistencialista que empieza y termina en acompañar a la pobreza sin intenciones de modificación estructural alguna; la valentía de quienes critican desde adentro a la institución eclesiástica.
No quiero ni debo desdecirme sobre lo ya expresado en este mismo espacio, en cuanto a que, transcurridos estos momentos de destello, se volverá a un rango de normalidad. Pasada la conmoción inicial, la publicación de suplementos especiales, el hurgar y detenerse ante cada palabra y gestualidad de Francisco para encontrárselo hasta en la sopa; pasadas estas Pascuas, habrá los episodios sobresalientes cada tanto. Como la visita pontificia, a mediados de año, a ese Brasil en donde la fuga de fieles católicos parece indetenible. Y en diciembre aquí. Y aquello que no está previsto y que debe verse andar, como alguna reformulación doctrinaria promotora de que en ciertos rasgos la Iglesia católica se mude del Medioevo al siglo XXI. Contemplado todo ello, se verá que la influencia de un papa argentino en la política argentina no cuenta con la proyección desmesurada que le atribuyen. Si algún huracán desencajara los términos de fuerzas y contrafuerzas que operan en la vida nacional, lo será por méritos y deficiencias de esos poderíos; no porque el Papa venga a meterse entre nosotros con capacidad de poner la mesa patas para arriba. Más aún, es la propia derecha, a través de todos sus estamentos, quien recuerda que Bergoglio ya no es Bergoglio sino Francisco, lo cual conlleva que más vale se dedique a tratar de resolver la barahúnda que tiene en su casa. Que no es la nuestra.
Sin perjuicio de eso, estos días vienen revelando que deben dar explicaciones gentes sustancialmente intachables, nutridas por el servicio a las causas populares. Gentes del coraje cívico, como apuntó en este diario Mempo Giardinelli. De la coherencia intelectual y vivencial. Del pensamiento crítico que siempre aportó para el mismo lado. Gente que nunca se dio vuelta. ¿Es esa gente la que debe dar explicaciones? ¿La que merece ser puesta bajo la lupa, mientras hablan de la ejemplar austeridad del Papa los tipos que se chorearon este país?
Otra vez: ¿qué me perdí?
Tomado de aquí.
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