Inmanente a la soledad, tan tersa y tan morena, está el deseo. Yuxtapuesto y eléctrico, el deseo.
En invierno me duermo más tarde y a veces salgo de Santiago. Escucho boleros en ocasiones, pero más porque me gusta Almodóvar que por teñirme de rosado. De hecho, me convencí de que los hombres me gustan mucho más que antes. A veces es casi patológico. Una amiga dice, graciosamente, que al salir de un colegio donde la gran mayoría eran féminas, liberamos toda la heterosexualidad reprimida.
Yo me propongo el deseo como un estado del que no se puede ni debe salir, al momento de entrar, y qué fácil es quedarse en él, con la soledad bien vestida. Esa soledad que se parece a Kim Novak, a Tippi Hedren. Pero no voy a decir nada de la soledad, si hay catedráticos de ella, aprendices de expertos que se enojarían si alguien como yo, "tan llena", "que no tiene de qué quejarse" se pone a hablar de la soledad. De todos modos no me iba a quejar, haría apología abierta de ella (seguro eso molesta más todavía a los desconsolados). Pero, por el contrario a la mudez de la soledad, el deseo me remueve un poco más, como para dudarlo y para energizarme. Para pensar el deseo, los boleros sí que empujan. Instan a la sonrisa hot, a las ganas de más ganas, cuando una está tan bellamente sola.
Seguramente nada como los hombres, y no pretendo plantear mis ideas de desigualdad de género, ni meter ismos ahora que estoy relajada. Seguramente, decía, nada como los hombres me producen tanto deseo, tanta insaciabilidad, humildemente y cállese el que especula, tanto placer. Resulta que yo a los hombres los conozco más bien poco, o a lo mejor lo suficiente. Quizás los conozco bastante. Si hablo por empirismo o por imaginación, no importa en realidad, lo que pasa es que están, y parecieran estar más que antes.
No me alejo de lo racional cuando digo esto. Podría argumentar que los hombres, que el misterio, que la admiración, que el matriarcado, que Joaquín Sabina, que Jesús, que Miles Davis, que Marx, que el loco de la plaza. Pero no. Si es que desnudo, tieso y flameante, un solo hombre izara una bandera roja en algún sueño, probablemente querría tenerlo a él, y a él solo, porque estaba solo, porque estaba con una bandera roja, porque protagonizaba un sueño. Sin embargo, ninguno se ha paseado por mi inconciente calentándome las neuronas.
Nunca me había pasado que disfrutara de la filia al descontrol a la vez que de la fobia al compromiso. Yo no veo esta conjunción como signo de inmadurez, que es una interpretación que cualquier persona con ciertos rasgos conservadores pudiera diagnosticar. Para mí, el proponerme disfrutar en vez de sufrir, en un estado en el que perfectamente me puedo poner a llorar por desconsuelo, es un síntoma de que me tomo la vida con un poco menos de rudeza. Y no hablo de rudeza masculinota, sino como sinónimo de consecuencia, de seriedad. Yo no soy seria, no soy sobria. Sí, veinte horas al día lo aparento, y esa puede ser la gracia con que me enfrento al mundo. No dejo de estar lúcida. Tampoco me enamoro. Hablo de mí. Hablo del deseo.
¿Hablo del deseo? Poco, en verdad. Hablo de la madrugada. Quisiera hablar del deseo, pero no me alcanza. Guardo la modestia para estas ocasiones, para asumir que definir el deseo me queda grande. No obstante, sin omitir que me gusta tomar mate, que a veces quisiera abrazar a mi padre más seguido, el deseo es lo que me mueve. Es lo que me permite rechazar la anhedonia, y reírme, siempre libidinosamente, porque siempre hay hombres. Arriba y abajo, reírme. Tal vez gritar. Porque siempre hay hombres, sobre todo cuando cierro los ojos y es invierno.
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