Siempre es Martí el que vuelve a mi memoria. Y no sé, realmente no lo sé, tal vez por sonido; Latinoamérica es lo que mejor suena.
Latinoamérica y el Caribe. Será que tantas veces fuimos golpeados que, de puro aprender, una parte de este subcontinente ya es invencible. Esa parte vivirá, más allá del lector y el escribiente, con aires de infinito. Parece una burla del destino, un detalle feroz de la naturaleza, una afrenta a lo dado, esos reductos comunales que aún nos sobreviven. Allí se ve, todo tan tierra, los eternos parajes del desierto lavallino. Allí se ve todo -cuenta Gómez- y se alcanza el puesto con los ojos propios y el corazón ajeno.
Había explicado una y mil veces, con palabras que sólo ella entendía, eso que le pasaba a su campo. Ya sin agua por las inmensas compuertas, todo seco había quedado y hasta los caracoles, burlescos, habitaban al costado del camino. Se había retirado todo para aquel lugar, y los chivos y gallinas, matuchos algunos, bichos de esos pagos, se habían asentado a compartir la vida. El algarrobo, árbol de la vida, se hacía fuerte entre la indiada, dando algarroba para comer y convidar; patay para el camino y el espíritu.
Él recordaba su tierra más bien con pena. Veía en ella esa sublevación y ese cansancio propio de la falta de madurez. Observaba, a vuelo de pájaro, que todo lo seco provocaba muerte. Añoraba viejas épocas de lagunas y pájaros, añoraba la pesca y la canoa. Había sido otro tiempo aquel que se vivía.
Ellos vivían juntos, de igual modo, cada uno enamorado de lo que al otro le faltaba. Y no se extrañaban tanto, no se extrañaban mucho, ya que en ese campo lavallino siempre hay algo para hacer, algo para pensar, algo para recordar.
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