Todo el mundo sabía, en el pueblo de Dolores, que el cura Hidalgo tenía la mala costumbre de leer mientras caminaba por las calles, las grandes alas del sombrero entre el sol y las páginas, y que de puro milagro no lo atropellaban los caballos o la Inquisición, porque más peligroso que leer era leer lo que leía. A paso lento atravesaba el cura la neblina de polvo de las calles de Dolores, siempre con algún libro francés tapándole la cara, uno de esos libros que hablan de El Contrato Social y derechos del hombre y libertades del ciudadano; y si no saludaba era por sed de ilustración y no por bruto.
El cura Hidalgo se alzó, junto a los veinte indios que con él hacían cuencos y vasijas; y al cabo de una semana fueron cincuenta mil. Entonces lo embistió la Inquisición. El Santo Oficio de México lo ha declarado hereje, apóstata de la religión, negador de la virginidad de María, materialista, libertino, abogado de la fornicación, sedicioso, cismático y sectario de la libertad francesa.
La Virgen de Guadalupe invade Guadalajara, a la cabeza del ejército insurgente. Miguel Hidalgo manda retirar de las paredes el retrato del rey Fernando y responde a la Inquisición decretando la abolición de la esclavitud, la confiscación de los bienes de los europeos, el fin de los tributos que pagan los indios y la devolución de las tierras de cultivo que les han usurpado.
(*) Eduardo Galeano, Memoria del fuego 2, Buenos Aires, Siglo Veintiuno Editores, 2010, pp. 123-124.
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