"En medio de esta lucha por la justicia, la libertad y el imperio de la voluntad del pueblo, sepamos unirnos para construir una sociedad más justa, donde el hombre no sea lobo del hombre, sino su hermano." Rodolfo Walsh
martes, 4 de mayo de 2010
Bulgaria lejana, desde la izquierda tú me ordenas como a una pieza de dominó:
Hacer volar los papeles arrugados, los envoltorios en desuso, las cáscaras de frutas comidas hasta la mitad, los conos de papel higiénico, las latas maltrechas, los pelos delgados y malolientes, los látex rotos, las pelusas sudorosas, todo lo que bajo el precepto atmosférico de la actualidad en pañales, es desechable, inservible, digno de ser llamado basura, de ser eliminado de cualquier forma; hoy me significa tatuarme de équises los pasadizos de Adanes incendiados por la culpa que aún no he asumido. Nunca me ha gustado la sensación de ser observada por las más tiernas bestias como una patética innoble que no merece el reconocimiento más mínimo ante su labor de cardiocida, sobre todo cuando la fuerza de gravedad imanta mi cuerpo entero hasta la tina rebosante de perfume rosado, seguramente comprado legalmente en una tienda de esas que no suelo frecuentar. Sin embargo, el relativismo continuo me obliga a declarar la autoría del crimen más común entre los inmortales. No quisiera que me engrillaran las manitos audaces en la gayola del no ser, sólo por haber visto en tu última sonrisa silvestre, la comunión de mis debilidades más abstractas, el equilibrio del santo pecado, la melódica armonía de colores llamativos mezclados en la paleta de mis ojos ciegos. Me cuesta admitirlo, le duele a mi ego malcriado, destroza la superioridad numérica de capas cobertoras. Y aún teniendo presente lo podrido de normalidad que es la descripción de los momentos hendidos en las voces, reconozco que Voluntad, declaro que Shopenhauer, dicto que Sinrazón. Me paro encima de la mesa redonda, pateo los micrófonos coreanos, y sintiéndolo, haciendo mío tu nombre, sabiéndome Petit Dieu cuando la ocasión lo amerita, hiervo de pieles gastadas y labios malhabidos, para poder acostarme en ciento ochenta grados, mirar el rosicler recién nacido y sonreírte sin manos.
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