Es una mañana gris armada de raras sensaciones. Las sombras se hacen presente de una forma poco habitual. Esto me causa inseguridad y éxtasis al mismo tiempo. Busco la libertad. Y sé que solo podré conseguirla atravesando una oscura divinidad.
La batalla es interior y exterior. Afuera, la cruda realidad de la desigualdad. Adentro, ángeles y demonios en constante disputa. Un cielo nublado empapa mis ideas de esperanzas y penas por partes iguales. La parca me invita a subir con el desdén de la labor siempre cumplida. Y yo, que soy un fantasma con suerte, subo al cielo y me siento en una mesa. Allí fumo, espero, respiro -de la extraña forma en que respiramos los fantasmas-. Aparece un ángel que me explica que la tarea no es tan simple. Que abajo me esperan más papeles y lapiceras. “Nos vemos más tarde” -dice.
De nuevo en la tierra, una noche bella me regala miles de esmeraldas. Al verlas compruebo una vieja frase que escuché en un bar allá por mi adolescencia: “aún los fantasmas buscan su verso perfecto”.
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