Considerado como una referencia teórica por muchos kirchneristas, Ernesto Laclau explicó a Página/12 por qué no conviene extremar los conflictos y tampoco diluirlos. Su simpatía por Venezuela, Bolivia y Ecuador. La influencia de su padre, de Jorge Abelardo Ramos y de Arturo Jauretche.
Por Martín Granovsky
Vive
en el Reino Unido, donde despliega su vida académica desde los años ’60,
pero viaja cada vez con mayor frecuencia a la Argentina. Esta vez
presentará un nuevo número de la revista que dirige, Debates y combates,
y el martes dará una conferencia en la Facultad de Filosofía y Letras.
Nacido en Buenos Aires en 1935, Ernesto Laclau contó a este diario
algunas claves de su formación y accedió a una entrevista donde dejó en
claro sus antipatías, sus afinidades y sus indiferencias.
–¿Su padre se hizo peronista después, como otros dirigentes de la Fuerza de Orientación Radical de la Joven Argentina?
–Nunca se hizo peronista. Pero mi padre tampoco era un gorila al que se le salieran los pelos por las orejas. Siguió manteniendo sus relaciones con muchos del forjismo que entraron al peronismo. Para mí eso resultó muy formativo.
–¿Qué fue lo formativo?
–Mi padre era un hombre de una gran cultura. Podía hablar sobre muchísimos temas y tenía una gran amplitud de espíritu para hablar con personas de orientaciones diferentes. Y eso en loa años formativos de uno es muy importante. Recuerdo haberlo acompañado a Jorge Abelardo Ramos a conversar con él y se llevaron muy bien. No había ya, evidentemente, afinidades ideológicas. Pero se dio una continua relación intelectual y de intercambio de ideas.
–¿La suya era una casa con mucha discusión política?
–Sí. Me acuerdo siempre de una historia. Cuando éramos adolescentes, un día durante un almuerzo mis hermanos y yo discutíamos con mi padre sobre todo lo humano y lo divino. Y se escucha la voz de mi madre: “En esta casa las ideas sobran. Lo que falta es plata”. Mi padre era abogado. Durante el gobierno de Arturo Illia fue embajador en Dinamarca. Militante en el radicalismo toda su vida.
–Usted no se hizo radical.
–No. Entré en 1958 al Partido Socialista Argentino, que a comienzos de los ’60 empezó a dividirse en varias fracciones. Entonces quedé en el Partido Socialista Argentino de Vanguardia y estuve allí durante el poco tiempo que duró unido. Me fui por desacuerdos políticos a fines del ’62 y formamos en la Facultad de Filosofía y Letras el Frente de Acción Universitaria. A fines del ’63 hubo una confluencia de nuestro movimiento con el Partido Socialista de la Izquierda Nacional que había fundado Jorge Abelardo Ramos. Entré al PSIN, que consiguió una especie de cooptación. También entró conmigo Ana Lía Payró, que como yo pasó a formar parte de la mesa nacional del PSIN. Durante varios años fui director de Lucha Obrera, el semanario del partido. En el ’68 varios nos separamos no tanto por la ideología sino por la forma en que el partido operaba. Sobre eso yo tenía crecientes desacuerdos.
–¿A qué se debían los desacuerdos?
–El partido era sumamente leninista en sus formas de organización. Recuerdo haber tenido una conversación con Ramos cuando me estaba yendo. Le dije: “Abelardo, el partido está dentro en un clima histórico en que se está dando una centralidad creciente de lo nacional popular. Es un proceso imparable. Lo que no está claro es quién va a ocupar el lugar central en ese proceso. Lo peor que le puede ocurrir al país es que esa centralidad sea ocupada por la guerrilla, porque eso va a llevar a un baño de sangre”. Claro, nunca pensé que iba a ocurrir a tal punto lo que ocurrió después. También le dije a Ramos que había que descargar al partido de determinantes ideológicos no esenciales, porque si no íbamos a terminar siendo una especie de secta separada de las orientaciones generales que llevan a la gente a tomar decisiones simples, más simples que las elaboradas después de discusiones sobre lo que ocurrió en cada etapa de la Revolución Rusa.
–¿Qué le contestó Ramos?
–Lo recuerdo: “Somos la vanguardia del proletariado argentino y tenemos que educar a la clase obrera con la mano peluda del marxismo-leninismo”. Nos fuimos del partido convencidos de que lo nacional popular era y sería absolutamente central. Por eso mi afinidad con Arturo Jauretche, más allá de que fuese amigo de mi padre. Lo frecuenté todo el resto de su vida.
–Se murió en 1974 y a su velatorio fueron muy pocos. ¿Por qué?
–Jauretche murió en el ’74. Yo ya estaba en Inglaterra.
–¿Qué motivó que fuera a Inglaterra?
–Algo completamente casual. En el ’66 yo había sido nombrado profesor universitario en la Universidad de Tucumán. Pero a los seis meses vino el golpe de Juan Carlos Onganía. Expulsó de la universidad a cerca de mil profesores. Después de seis meses perdí mi cargo y me fui a trabajar al Instituto Di Tella en una investigación cuyo asesor externo era Eric Hobsbawn. Le gustó mucho mi trabajo.
–¿Sobre qué tema?
–Aproximaciones históricas a la cuestión de la marginalidad social. Me preguntó si quería que él me consiguiera una beca de Oxford. Le dije que sí porque no tenía ninguna perspectiva en la Argentina. Así fue que viajé, sin haber pensado jamás en hacerlo con anterioridad. En el ’73 estuve casi por volver pero acababa de ganar mi cargo de profesor universitario en Essex y pensé que iba a quedar muy mal si a los dos meses de haber sido nombrado volvía a la Argentina. Decidí dejar pasar un par de años. Claro, en ese tiempo vino el golpe. Ya había hecho mi vida allá. Después del ’83 empecé a venir con mayor frecuencia a la Argentina.
–¿Y cómo resultó Inglaterra para una persona definida como nacional popular? ¿Le hacía algún ruido?
–No. Había una gran proporción de estudiantes latinoamericanos y había una gran receptividad para lo que yo planteaba. Me veían como un intelectual latinoamericano.
–Dejó de ser un militante, por lo menos en el sentido tradicional.
–Después de que me fui del PSIN, la cuestión de la militancia... Mire, yo participaba dando entrevistas y con una serie de actividades periodísticas y eso lo seguí haciendo en Inglaterra. Estaba a favor del espíritu de los años ’70 pero muy en contra del militarismo. Esa sigue siendo mi posición actual. De alguna manera una posibilidad histórica se perdió a través del giro militarista. Participé en muchos foros. En los años del horror no desarrollé ninguna militancia específica pero sí participé en actividades respecto de los derechos humanos en los años duros. Después de eso, cuando se abrió la posibilidad de una acción política, empecé a desarrollar mis ideas de una manera más sistemática. A partir del 2003 se abrió una nueva realidad, con la asunción de Néstor Kirchner, y aquí estoy. No me siento a mí mismo como argentino sino como latinoamericano. Las ideas que aprendí en la izquierda nacional las sigo sosteniendo. La latinoamericanidad de nuestro proyecto es una de las fuentes de nuestra identidad política.
–Hay visiones distintas sobre los procesos políticos de los últimos años en la región. Unos análisis hacen hincapié en las diferencias entre, por ejemplo, Venezuela, Ecuador y Bolivia por un lado y Brasil, Uruguay y la Argentina, por otro, y otros análisis prefieren hablar de distintos caminos nacionales dentro de un mismo proceso general.
–Yo a la Argentina la pondría más en el eje de Venezuela, Bolivia y Ecuador. Pero creo que el clivaje que se da en América latina tiene sus raíces históricas. Hay que ver cuál fue la experiencia de la democracia en el continente. A diferencia de Europa, la región nunca experimentó el parlamentarismo como movimiento progresivo. Allá los parlamentos representaron la defensa del Tercer Estado frente al absolutismo real. En América latina, en la segunda mitad del siglo XIX, se trató de la consolidación de las oligarquías locales, y el Ejecutivo fue muchas veces la fuente de los cambios. Pasó en Chile. A comienzos de la década de 1890 el Parlamento chileno se opuso a los proyectos nacionalistas del presidente (José Manuel) Balmaceda.
–Quería terminar con el monopolio extranjero sobre el salitre.
–Sí. Por eso digo que en América latina se da una especie de divisoria en la experiencia democrática de las masas. Por un lado la democracia liberal y por otro la democracia nacional popular. La segunda se encarnó en regímenes como el varguismo en Brasil, como el primer aprismo, como el peronismo, como el primer ibañismo en Chile, como el Movimiento Nacionalista Revolucionario en Bolivia. Esa división entre la democracia liberal y la democracia nacional popular está siendo superada al presente. Si bien los regímenes latinoamericanos son parte de esa matriz histórica, hoy ya no entran en colisión con las formas del Estado liberal democrático sino que las integran: elecciones, división de poderes, etcétera. O sea que estamos quizás en el mejor momento democrático de los últimos 150 años. La evaluación de un régimen hay que hacerla desde el punto de vista del significado global de un movimiento y del cauce histórico que un movimiento organiza. Así es en toda América latina.
–¿No menciona poco a Brasil en su descripción regional?
–Brasil es un componente esencial de todo este proceso. Pero allí el movimiento jacobino de lo nacional popular tuvo que ser paliado por una serie de otras consideraciones. Nunca tuvo un populismo histórico de las características del peronismo. Brasil era un país enormemente regionalizado y Getúlio Vargas tuvo que ser el articulador de movimientos regionales sumamente diversos. Juan Perón, en cambio, fue el representante de un movimiento cuya base política y social estaba unificada. A través de interpelar al triángulo industrial de Buenos Aires, Córdoba y Rosario Perón apelaba a un movimiento homogéneo. En Brasil no se dio. El único que se lanzó a tener un tipo de discurso cuasi peronista fue Joao Goulart, y así le fue. Ese tipo de discontinuidad se ha dado en Brasil hasta el presente. Un fenómeno como el de Lula muestra ese tipo de ambigüedad.
–¿De verdad le parece ambiguo el fenómeno de Lula?
–De todos modos, debo decirle que en los momentos decisivos tomó una posición definitivamente cercana a lo nacional popular. Por ejemplo en Mar del Plata en el 2005 se opuso a la propuesta de formar el Area de Libre Comercio de las Américas. Gracias a la oposición de Brasil es que el ALCA no funcionó. El punto es que Lula debió establecer compromisos con fuerzas sociales, expresadas a través de formas políticas, en un marco más difícil, por ejemplo, que el afrontado por Rafael Correa. Si hubiera que hacer una caracterización gruesa diría que Brasil se ubica en el eje nacional popular. Chile, en cambio, vivió una transición mediante el pacto con las fuerzas del pasado. Solo ahora, a través del movimiento estudiantil y una protesta más fuerte, hay un realineamiento hacia la izquierda. En Uruguay todo está en la balanza. Teníamos antes a Tabaré Vázquez. Después del ALCA se fue a los Estados Unidos a tratar de establecer un acuerdo comercial, que no consiguió. Era incompatible con las reglas del Mercosur. Encontró oposición interna de su partido en la persona de Reinaldo Gargano, el canciller que era un dirigente histórico del Partido Socialista en la tradición de Vivian Trías. Con Pepe Mujica las cosas han mejorado, pero igual Uruguay sigue siendo un país que está un poco en la balanza.
–¿Qué tipo de intelectual es usted?
–Un intelectual tradicional sería incompatible con el tipo de posición política que siempre mantuve. No defiendo cosas en las que no creo. Y como un intelectual orgánico participo en el quehacer público. Por ejemplo, al dar una entrevista y opinar sobre lo que pasa. Yo pongo juntos el quehacer intelectual y la actividad política. Antonio Gramsci decía que un intelectual orgánico tiene la práctica de la articulación. Un periodista y un organizador sindical podían serlo. Finalmente, el intelectual orgánico y el militante son una misma cosa para Gramsci.
–Y, como intelectual orgánico tal cual se define, ¿cuáles son en su opinión los principales desafíos regionales de aquí en adelante?
–En temas más globales el desafío fundamental para América latina en los próximos años es cómo conectar dos ideas que en principio son difíciles de combinar: el principio de la autonomía y el principio de la hegemonía. No hay expansión de un sistema democrático sin un sistema de proliferación de cadenas que amplían las demandas. Eso es lo que implica la autonomía. Pero, al mismo tiempo, si esas formas autónomas de la voluntad de las masas no son unificadas en torno de ciertos significantes centrales, no habrá acción a largo plazo. Una de las cosas que me preocupa de los movimientos libertarios en Europa es que ellos enfatizan casi exclusivamente el momento de la autonomía. Pero sin voluntad de construir un Estado alternativo, las voluntades tenderán a diluirse. Y del otro lado, insistir exclusivamente en el momento de la hegemonía negando el momento de la autonomía es pecar de un hiperpoliticismo que niega a los movimientos sociales en su autonomía. Ese es el dilema: cómo unificar la dimensión horizontal y la dimensión vertical. Me parece que no lo están haciendo mal el chavismo en Venezuela, la revolución ciudadana en Ecuador, Evo Morales en Bolivia y hasta cierto punto el kirchnerismo en la Argentina.
–¿Por qué dice “hasta cierto punto”?
–En la Argentina todavía no se logró una confluencia completa entre el momento autónomo de la voluntad de los sectores populares y el momento de la construcción del Estado. Está en proceso. Faltaría todavía la confluencia de las dos dimensiones. Desde el 2001 se dio una enorme expansión horizontal de la protesta social: las fábricas recuperadas, los piqueteros, etcétera... Por otro lado, el kirchnerismo intenta construir un Estado popular. La confluencia en cualquier régimen es difícil. En el caso argentino se dieron avances decisivos aunque no se plasmó en fórmulas.
–¿Qué retardaría esa confluencia?
–Lo que puede retardarlas es una tendencia de los movimientos sociales a afirmarse como completamente independientes del Estado, tal cual ocurre con los indignados en España. Y lo que puede retardar la confluencia a nivel del momento hegemónico sería una tendencia centralizante que ignore la autonomía. En Grecia hay una confluencia de las dos dimensiones. Jean-Luc Mélenchon trata de hacerlo en Francia.
–¿Cómo juegan los conflictos en esa confluencia que usted preconiza?
–Por un lado está el institucionalismo. La idea de que toda demanda puede ser vehiculizada a través de los aparatos del Estado. Por otro el populismo: la ruptura frente al poder. Las dos tendencias consideradas a fondo y en términos absolutos son incompatibles. Hay que encontrar un intermedio. El conflicto no debe ser erradicado con la concepción de que toda demanda puede ser absorbida por el sistema, como lo pensaba (el primer ministro británico entre 1874 y 1880) Benjamin Disraeli con la idea de One nation, una nación. El proyecto del populismo sería que las demandas se aglutinen alrededor de un punto ruptural y que entonces exista un conflicto que no pueda ser obturado por nada. El institucionalismo puro lleva a la ausencia de política, porque busca que toda demanda pueda ser mediada administrativamente. El populismo puro también lleva a la ruptura de la política, porque no habría ninguna mediación. La idea gramsciana es la construcción de una mediación política. En eso estamos. Jorge Abelardo Ramos decía que la sociedad nunca está polarizada entre el manicomio y el cementerio. El jacobinismo extremo fue una forma de manicomio de lo político. El pueblo era definido de una forma cada vez más aberrante y no había ninguna posibilidad de construcción política institucional. El institucionalismo es la sustitución de la política por la administración. Julio Argentino Roca pedía paz y administración. En la bandera brasileña esa verdadera iglesia de Brasil que fue el positivismo de Augusto Comte puso “Ordem e progreso”. Si la realidad avanza solo por lo institucional, se consolidará el poder corporativo. Si solo avanza el populismo, no habrá un marco institucional para lo social.
–¿Cuál sería hoy la situación de la Argentina al respecto?
–No estamos mal. Existen fuerzas autónomas y existe un Estado que tiene capacidad de respuesta frente a las pulsiones sociales.
Tomado de aquí.
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