1.
El actual gobierno mantiene una
diferencia que se hace notoria cuando crece la espesura de hechos que
son portadores de cierta turbación y ambigüedad. Pero en las
innumerables tensiones de la hora, permanece siempre un sentido
decisorio ligado a un círculo efectivo de protección de las grandes
reformas introducidas en la vida social, en la economía de los sectores
populares, en las acciones que involucran al Estado asumiendo
responsabilidades colectivas indelegables. Y, desde luego, en el tejido
de la memoria nacional, como lo demuestran los juicios que siguen
ensanchando las fronteras de la democracia activa, hijos del hiato que
significó la decisión de que los símbolos del terrorismo de Estado
caigan de las paredes del Colegio Militar en donde superponían la
historia aciaga del pasado con las historias nuevas que debía vivir el
país.
Así, el kirchnerismo es un implícito y
explícito sentido de la historia basado en el igualitarismo político,
social y de género; en el desarrollo nacional compartido con nuevas
políticas ambientales, lo que aún debe perfilarse con vigor e
imaginación nueva; en la modernidad basada en críticas pertinentes a la
globalización; en el autonomismo de los movimientos sociales, aun cuando
entre ellos y el Estado todavía deben generarse posibilidades más ricas
de interrelación; en la promoción científica y técnica bajo el doble
resguardo de la soberanía nacional y la autonomía del pensamiento
crítico; en un latinoamericanismo activo que se inspire en los legados
más que centenarios y pueda concretarse en el siglo XXI en nuevas
sociedades mancomunadas sobreponiéndose a las acciones
desestabilizadoras que son un acecho permanente, como lo demuestra el
caso del Paraguay. Y tantos otros hechos, operantes en la memoria
pública, que no se pueden oscurecer por los tropiezos y obstáculos que
se ciernen en el horizonte. Pero el kirchnerismo es también una
actuación posible, necesariamente creativa, en un mundo capitalista en
quiebra, que como decían viejos y respetables escritos, surge y crece
con sangre entre sus poros, arrastrando a los procesos populares, muchas
veces, en su ordalía de decadencia y servidumbre.
Brecha, pausa, fisura, hendija,
diferencia. Quedémonos con esta última palabra, aunque las demás son
parecidas. En todos los casos se desea significar la figura de una
innovación en la espesura de hechos, y como se ha dicho, de una
peculiaridad irreductible que subsiste en el movimiento político que
gobierna el país a pesar de que se lo quiere ver inmerso en el manejo de
arbitrariedades, como disuelto en retrocesos y pequeñas maniobras de
subsistencia. Decir diferencia presupone una fórmula para volcar los
hechos hacia la percepción de las novedades, que los hace distinguibles a
pesar del cúmulo de incidentes circunstanciales y con apariencias
contradictorias con el significado que los origina. Es que el
kirchnerismo, en primer lugar, es un modo de tomar decisiones bajo el
acoso de severas circunstancias políticas. Hay en la Argentina un
rompecabezas que no se descifra con los conocimientos clásicos, aunque
muchos de sus tramos son sabidos. Continúa entre nosotros la tarea de
desfondar el núcleo principal de creencias que selló, hace casi una
década, la voluntad de revertir en el país los daños inferidos por una
revolución conservadora indefendible, aunque sus consignas destructivas
todavía se resistían a salir de escena luego de la formidable crisis del
2001, como lo prueba la votación del 2003, donde Menem aun ocupaba el
primer lugar y el no muy conocido Néstor Kirchner el segundo. Para
percibir lo que mencionamos como desfondamiento o violentación, basta
leer los diarios, porque en ellos está la noticia y también el ariete
que las recrea a la manera de un bonapartismo mediático.
¿Cómo se produce el permanente
quebrantamiento de la institución gubernativa a partir de los procesos
contemporáneos de la justicia y del bonapartismo mediático? Podemos ver
que bajo el acoso de un impresionante aparato comunicacional se emplean
estilos profundamente corrosivos. Toda inmediatez es promovida como si
no hubiera diferencia entre las ocurrencias desdichadas en una sociedad
compleja –accidentes varios, hechos de sangre, vulnerabilidad de
derechos, todos los sucesos lamentables de la vida injusta, que no han
desaparecido de ninguna de las grandes metrópolis mundiales, incluso las
nuestras– y lo que podríamos llamar la Culpa Estatal. Tan sólo los que
insisten machaconamente con que la Presidenta no distingue entre su vida
privada y los asuntos públicos son quienes presentan la imagen de una
sociedad quebrada por la inseguridad, la corrupción y la inflación. Para
mostrar esta tesis, una batería de imágenes de situaciones de
criminalidad se encarga cotidianamente de privar de contextos y de
marcos explicativos singulares a acontecimientos que parecerían emanar
de un gran hueco donde las vidas están en peligro constante y la
responsabilidad de todo ello recaería sobre el Estado.
Todo gobierno de raíz popular hoy está
en riesgo y debe partir de esa premisa. Y para disminuir esos riesgos
sólo vale acentuar y promover un sentido de realidad tan efectivo e
histórico, como empírico e intelectual. Este reclama una nueva visión
crítica de los modos comunicacionales que no sólo por ideología y
voluntad, sino también por su configuración tecnológica, encarnan una
suerte de gobierno de las almas, donde se infunden las nociones
fundamentales de miedo, el primitivismo justiciero del vengador y el
pensamiento descartable y rápido, basado en golpes pulsionales que
anulan toda mediación entre sociedad e instituciones. No se trata de
negar la existencia de problemas, pero todos ellos, pasados por los
tejidos conceptuales y redes mediáticas, adquieren un estatuto
fantasmal, son generalizables como juego inmediatista de las
conciencias, infundiendo un sentido de ciudadanía aterrorizada,
dispuesta –frente al abismo conceptual que se les presenta– a darles
sustento a ideologías de mano dura, securitistas, planes de ajuste,
pedagogías del pánico; en suma, derechización de las sociedades.
Contra eso nos expresamos y luchamos.
Sabemos que para atacar al gobierno, se ataca la diferencia que encarna.
Y para eso se recurre no apenas a los grandes mitos comunicacionales de
la vida segura y purificada –mito despolitizador, pues sólo la política
pública y colectiva puede dar seguridad democrática a las poblaciones
sin artificializar las formas de vida–, sino a enviar sus arietes de
izquierda a las zonas de superposición con los grandes aglutinantes de
la globalización –por ejemplo, la política minera, que aún no cuenta con
suficientes resguardos en cuanto a las exigencias ambientales y, más
todavía, a las exigencias de vida de las comunidades cercanas a los
establecimientos extractivos–, sabedores de que allí hay tareas
incumplidas, definiciones que deben transitarse. Pero al señalarse que
se está frente a un gobierno que sostiene esquemas económicos
atravesados por las dificultades de la hora, los grandes medios han
decidido el esfuerzo máximo de travestismo. Mientras acusan al gobierno
de apócrifo, deciden ser de derecha cuando atacan los horizontes
avanzados en cuanto a las políticas de derechos humanos; deciden ser de
izquierda cuando atacan las políticas extractivas; deciden ser lo
contrario de lo que fueron en el 2008 cuando en el 2012 sugieren una
sojadependencia; deciden ser libertarios cuando atacan a los periódicos
oficiales por ser “pautadependientes”, abandonando como una ilusión
adolescente su situación real de ser los grandes medios de comunicación
que, a su vez, son empresas del capitalismo internacionalizado, siempre
dispuestas a asociarse a las causas más retrógradas del vasto mundo.
Todo, con tal de atacar la diferencia,
aquello que hace del kirchnerismo una instancia que se sitúa en el
terreno de la decisión nueva. Nueva por guardar el espíritu de cambio de
generaciones anteriores, nueva porque navega en las aguas inciertas de
una humanidad sometida a poderes coercitivos e inhumanos, y preserva el
hilo esperanzado de una sociedad con derechos y libertades
redescubiertos para innovar las prácticas políticas. La lucha por
mantener y ampliar la brecha está a la orden del día. No se ha
oscurecido esa diferencia por la serie de obstáculos que surgen
transversalmente de las afueras y del propio interior de ese movimiento
político, si lo definimos como colector de amplias modalidades del ser
político, tal como se ejerce en los partidos populares argentinos. Ante
ello, son necesarios nuevos procedimientos, o la conciencia de nuevos
procedimientos que eviten que la distancia de hecho y de derecho
producida respecto de la política tradicional sea devorada por esa misma
política tradicional que tiene a su disposición toda clase de máscaras
para su oficio de desfondamiento: máscaras de moralidad abstracta y de
izquierdas que no son lúcidas ante la paradoja.
Una nueva derecha quiere que se olvide
que lo que da fuerzas a esta experiencia contemporánea es el modo en
que, desde sus comienzos, se ligó a la idea de resistencia en los ’90, a
las movilizaciones sociales inaugurales del siglo XXI y a las tenaces
luchas por la memoria y por los derechos, para entonces sumergir la
diferencia que organizó el espacio político de esta década. Lo suyo es
el aplanamiento cultural a las formas más establecidas de un optimismo
comunicacional y sentimentaloide, la legitimación de políticas de
criminalización social ejercidas por policías bravas que siguen
utilizando la tortura como brutal método represivo, la despolitización
enunciada como horizonte de la gestión estatal, la realización de
medidas de contención social sin vocación transformadora. Se erige,
explícitamente, como alternativa de un tipo de concepción de la política
que es conflictiva porque se pretende transformadora, que es reapertura
de problemas porque se sabe disruptiva, que por muchos momentos parece
apenas balbuceada pero porque no renuncia a su propia invención.
No puede haber, para nosotros,
continuidad entre la experiencia política de la que somos parte y esa
nueva derecha que quiere erigirse como heredera. Porque si apoyamos la
ley de medios es también porque debatimos el formato bajo el cual se
forjan subjetividades a la orden de la sociedad del espectáculo. Porque
si habitamos el presente con angustia y entusiasmo es porque no creemos
que el horizonte pueda ser definido por una idea de felicidad colectiva
centrada en el consumo y en la reproducción del capital. Porque si
hacemos política es porque vemos, en la escena contemporánea, los
intersticios a expandir no sólo para la reparación de los muchos daños
que vivió nuestro pueblo, sino también para la creación de formas de
vida emancipadas. Nada de eso persistirá si triunfan aquellos que
quieren acotar el kirchnerismo a una etapa casual del peronismo,
transitoria y renunciable, declarando sucesores naturales a las derechas
internas. Lo que está en juego no es poco. Y no se trata de una oscura
disputa de poder sino de la posibilidad de que lo sucedido y lo
realizado no sea liquidado por los agentes de la repetición, ni
conjurado por las fuerzas –múltiples y extendidas– del conservadurismo
argentino, presente tanto al interior como fuera de la alianza electoral
triunfante.
La situación en el movimiento obrero
organizado deja en evidencia el enorme retraso que existe en el campo
nacional y popular con respecto a superar viejas modalidades de
organización corporativa y de connivencia con las patronales que hoy se
transforman en un lastre para el proceso que vivimos. Durante décadas se
amasó en Argentina un modelo de sindicalismo que si bien defendía, en
algunos casos, los derechos de los trabajadores que representaba, al
mismo tiempo fue constituyendo lógicas empresariales en su interior y
cercenando alternativas. De allí el nombre de “corporación” que se ha
arrojado a la discusión pública. Si la actual hora argentina es, como
creemos, de profundas transformaciones, y si está en juego la
democratización de cada vez más esferas de la vida social, entonces lo
que alumbra este conflicto es la posibilidad de modificar las antiguas
organizaciones sindicales. Hoy necesitamos de la participación de los
trabajadores, representados democráticamente, en la convocatoria a
discutir la participación activa en la construcción conjunta del
proyecto nacional.
La ruptura de un sector de la CGT con el
gobierno, y su sorprendente alianza con la derecha, contrasta tanto en
prácticas sindicales como en posicionamientos políticos con la
experiencia que expresan los gremios nucleados en la CTA que conduce
Hugo Yasky. A esta constatación no son ajenos ciertos sectores de la
clásica central obrera, pero su rol minoritario diluye las posibilidades
de incidir en los grandes trazos de la política que se construye desde
Azopardo.
En el mundo sindical, las viejas
conducciones no pueden admitir que la incorporación de más de cuatro
millones de jóvenes trabajadores al circuito productivo acentúe la
urgencia de un modelo sindical distinto, con democracia interna y
mayores libertades de actuación y representación. La actual legislación
no ha podido impedir la fragmentación política de las estructuras
tradicionales, ni garantizar que alguno de esos fragmentos sea genuino
apoyo para el proyecto que gobierna la Argentina desde 2003. La ruptura
de su alianza con el gobierno no acredita, para Hugo Moyano, el papel
que tampoco pueden acreditar para sí aquellos que claman para sucederlo.
La crisis del viejo modelo sindical
seguirá siendo una atmósfera propicia para el conservadurismo y la
reacción si no es superada con la promoción de leyes que garanticen la
plena participación de los trabajadores, que establezcan métodos
transparentes de elección, que ilegalicen los procedimientos y prácticas
que naturalizan el fraude y la proscripción de listas opositoras, que
aseguren la incorporación y representación de las minorías y que, en
definitiva, preserven la autonomía sindical y la plena libertad de
agremiación.
En esta escena el juicio y castigo a los
culpables materiales e intelectuales del asesinato del joven Mariano
Ferreyra, cuyo principal acusado es José Pedraza, constituye un inédito
hecho contemporáneo que, paradójicamente, surge de un reclamo social, de
las actuaciones estatales y de los giros político-culturales profundos
de la etapa política, más que de una impostergable revisión del propio
sindicalismo en crisis. Un antes y un después quedará sellado por el
resultado de este juicio en el que no puede quedar habilitada ningún
tipo de impunidad.
Por eso insistimos: son necesarios
nuevos procedimientos, porque la diferencia que el kirchnerismo encarna
está a la vista. Como ciertas constelaciones, en el agitarse de los
días, a veces se ve más nítida y otras no, se balancea entre las zonas
penumbrosas de un país difícil para las grandes transformaciones. Para
los que hace mucho entienden qué es lo que está en juego, es
precisamente por eso –por la diferencia, que es la forma de la
esperanza– que lo atacan.
2.
Si algo se viene construyendo como
identidad del proyecto en despliegue es lo democrático-nacional-popular.
La frase no es un cliché, pues está abierta a la vida cotidiana, a las
clases sociales productoras, a los intelectuales de todas las corrientes
que interpretan con pluralidad de estilos las necesidades de un cambio
civilizatorio. Lo recorrido desde el 2003 instituyó a la autonomía
financiera como raíz de la política económica y también de la propia
cultura de esta etapa histórica. Desendeudarse y ser libres para
formular nuestros planes, establecer nuestra fiscalidad, direccionar
nuestro crédito, manejar nuestra moneda, disponer de nuestras reservas,
controlar los movimientos del capital especulativo, evitar la fuga de
divisas. Una libertad que, articulada con valores patrióticos, resiste
las imposiciones de las hegemonías mundiales, de amarrar con una lógica
unívoca las institucionalidades nacionales, naturalizando un pensamiento
único con un lenguaje hecho de palabras que hoy las mayorías populares
perciben como penurias, mientras ellos las pronuncian como dogma de la
virtud: mercado, ajuste, austeridad, clima de negocios. La nueva época
fomentó el renacer de la industria y el vigor del consumo popular, lo
que hubiera sido imposible sin el reencuentro de la economía y la
política, de la mano de las decisiones distributivas.
El tránsito de años y de esfuerzos ha
dejado una marca en la conciencia y la sensibilidad popular: no hay
vuelta atrás, no se atará más el destino nacional al capital financiero
internacional y sus préstamos usurarios. Ser dueños de lo nuestro
conduce a otros debates y objetivos peliagudos: definir el proyecto de
país, de estructura productiva, de diversificación sectorial, de
innovación tecnológica, de modelo extractivo, de articulación en la
integración regional; nada de esto puede ser agenda del mercado ni de
decisiones de corporaciones oligopólicas, sino una cuestión de
ciudadanía. Así, la determinación del ingreso de inversiones extranjeras
reclama ser involucrado en esa esfera, con la discriminación estatal de
cuáles son virtuosas y cuáles son innecesarias e indeseadas.
El ingreso indiscriminado de inversiones
extranjeras vivido en otras épocas de nuestra historia significó
desarrollismo sin desarrollo, restricción externa en lugar de aporte
genuino de divisas, dependencia y no autonomía de la tecnología,
estructura económica deformada cuando se la requiere integrada,
polarización social que frustraba el anhelo de justicia distributiva,
acentuación de las brechas entre regiones que conspiraba contra la
unidad nacional. No hay proyecto de desarrollo conducido por una plétora
de inversiones extranjeras descontroladas y con destinos errantes. Así,
entre un desarrollismo mercantil y un proyecto nacional de desarrollo
hay un abismo. El segundo necesita de un plan ejecutado por los
liderazgos y representantes populares, apoyado en la participación
social, y su conducción descansa en la dinámica de un bloque social
diferente.
La nacionalización de YPF es un hito
hacia la conquista de la autonomía económica. Junto al Correo, AYSA, la
estatización de la administración de los fondos previsionales,
Aerolíneas Argentinas, son decisiones políticas que revierten la
descalificación que sobre la capacidad empresaria del Estado introdujo,
en el sentido común popular, la hegemonía neoliberal. La subsistencia de
ese prejuicio es un lastre, una rémora del desprecio por la política,
un residuo del elogio de lo privado sobre lo público. Recuperar
–revitalizado, mejorado y corregido– ese papel del Estado es vital para
profundizar los cambios. Por eso, todo error en la conducción de la
gestión estatal, toda desidia o interés particularista en este ámbito,
revista una doble gravedad, la que significa en sí misma, y lo que carga
en ella como desprestigio de la llave maestra de la reconstrucción
popular: la democratización operativa del ámbito de la acción colectiva
pública, encarnada en sus instituciones estatales para las cuales ser
mejoradas es su obligación inherentemente ética y política.
Sin esa recuperación resulta imposible
contrapesar la extranjerización heredada del neoliberalismo, uno de los
ejes principales para la apropiación de los activos y su renta
nacionales de la globalización financiera. La YPF previa a la
nacionalización, la administración y el estado de las concesiones
ferroviarias con sus episodios trágicos y los comportamientos
oportunistas en la fuga de capitales son muestra acabada, por sus
falencias, limitaciones y degradaciones, de la ausencia de una gran
burguesía nacional que pueda jugar –por sí– ese rol. Más productivos y
justos resultarán esfuerzos en apoyo y fomento del despliegue de un
empresariado mediano ligado al empuje de mejoras en la productividad, a
la redistribución de ingresos y a un destino propio comprometido con la
suerte del proyecto. De la misma manera, deberán seguir profundizándose
los esfuerzos por sostener y ampliar las experiencias de economía social
que hoy recorren el país más allá y pese a la invisibilización a las
que son sometidas.
El abordaje de la cuestión minera, que
se entrecruza en los mismos nudos problemáticos, no puede resumirse en
un productivismo que omita que toda producción es un acto social
responsable, ni por una concepción purista de la naturaleza que omita
que es el trabajo humano el que la transforma en habitable; sólo que la
habitabilidad colectiva regida por el trabajo debe hacer de éste un
núcleo que albergue por igual las grandes funciones de la tecnología y
las conquistas del pensamiento crítico, según las cuales toda relación
social, y toda relación del hombre con la naturaleza y sus dones, es en
última instancia de carácter ético. Por eso se demandan justamente
enfoques integrales que contemplen tanto la explotación de riquezas con
potencia generadora de divisas, como el cuidado del ambiente y la
integración de cadenas productivas que eliminen la lógica de
persistentes economías de enclave, en las cuales la explotación se
reduce a extraer y exportar minerales sin una doble mediación: tanto la
mediación industrializadora autónoma como la mediación ética ambiental,
de interés de los pueblos, no sólo los que habitan las regiones
afectadas por esa explotación, sino de las naciones en su conjunto. Nada
mejor que el ejemplo de YPF para avanzar hacia una minería sustentable
aceptada por los pueblos a través de eficaces mecanismos de consulta:
una empresa nacional que tenga centralidad en el desarrollo de la
actividad y cuya racionalidad exceda la acotada mira de la eficiencia
basada en la rentabilidad de los grupos oligopólicos.
Esa centralidad y revitalización de las
instituciones del Estado es requerida también para revertir el deterioro
producido por años de reacción conservadora en el sistema de salud.
Sistema fragmentado, ineficiente e injusto, resultado de los sucesivos e
intencionados golpes destinados a destruir lo público y dejar el campo
libre a la voracidad del mercado. Y aunada a una noción de derecho a la
salud, pero en igual relevancia a la expansión de derechos civiles que
hoy atraviesa el debate público, se presenta la necesidad de legalizar
el aborto y haciéndolo de alcance libre y gratuito, salvando vidas que
por condición social no acceden hoy a intervenciones adecuadas, y
realzando el derecho a la maternidad por sobre la servidumbre de la
mujer.
3.
Una de las palabras que todos los
pueblos aprenden a pronunciar con prudencia es la palabra tragedia. En
este caso podemos decirla. La verdadera hecatombe económico-social
internacional que proviene de la crisis de la financierización construye
un momento trágico de la historia contemporánea: destrucción de
servicios públicos que devienen en la desatención de derechos económicos
y sociales; organismos internacionales de crédito interviniendo como
policía financiera para garantizar las acreencias de los bancos en las
periferias europeas; Estados nacionales del centro del mundo puestos al
servicio de los intereses de las entidades bancarias de sus países;
emisión desenfrenada de divisas para el salvataje de las ganancias y los
capitales de los especuladores.
Personajes mediocres gobiernan potencias
como sombríos espantajos que balbucean lenguas susurradas, cuando no
directamente dictadas por el poder financiero, y emiten discursos que
reclaman mayores ajustes y penurias a los pueblos y regiones mundiales
ya acosados por la globalización del capital bajo una implacable
estrategia especuladora, mientras los propios esquilmadores se solicitan
a sí mismos la continuidad de las políticas que condujeron al desastre.
Ni una luz, ni una idea, ni un asomo de inteligencia estratégica en las
entrañas de un poder mundial cada vez más tentado y familiarizado con
las lógicas de la impunidad. Impunidad de las guerras injustas, de los
ajustes despiadados, de los racismos, de las fronteras para los pobres y
el internacionalismo para los capitales. Se está construyendo, ante
nuestros ojos, un destino que bordea un sentimiento aterrador, con
nuevas formas de vigilancia mundial, operaciones clandestinas e
intervenciones militares que provocan lo mismo que dicen querer
combatir, rediseñándose en las sombras un nuevo código penal sigiloso
que internacionaliza puniciones, regula su misma ilegalidad e introduce
en el propio campo civilizatorio nuevas formas de violencia
disciplinadora, que incluye acciones militares selectivas que no quieren
abandonar la conciencia humanista de Occidente, por lo que se consuelan
creyendo que son acciones de la razón los más bárbaros atropellos
contra la condición humana. Por eso, nosotros, también actuamos para
rescatar un legado filosófico y moral, que aun con sus renunciamientos y
deficiencias, todavía puede construir un destino colectivo basado en
libertades irreductibles y consideraciones últimas de la razón política
inspiradas en las raíces de autodeterminación que tiene toda vida
colectiva.
La crisis que hoy se vive es una
concurrencia compleja de discursos, sistemas y políticas. Es la
evidencia de un fin de época de retrocesos servidos con palabras
edulcoradas que velaban la realidad mientras subterráneamente el proceso
avanzaba hacia el actual desastre: fin de la historia, globalización,
aldea global. La idea que pudo ser generosa de una humanidad
intercomunicada a través de sus mundos de vida puede quedar en manos de
monopolios mediáticos que operan una forma de gobiernos sobre los
pueblos, sostenida en el terror subjetivo, el miedo al futuro, el abismo
de la historia que solo impondría un refugio en el oscuro placer de la
sospecha, en una sociedad del espectáculo que en vez de hacer crecer las
artes visuales con el recurso de las tecnologías vistas desde su lado
emancipatorio, las ofrecen como circuitos de control de los símbolos de
éxtasis, dándole una mísera resolución a la cuestión de la
representación, el juego y la felicidad pública.
Como herida expuesta queda la
característica estructural de la época y su actual desemboque: la
hegemonía del capital y su despliegue revanchista contra el trabajo,
manifestada en una redistribución regresiva del ingreso que facilitó la
expresión extrema de la contradicción entre producción y consumo. Sin
riesgo para esa hegemonía, el capital apuesta a una mayor
financierización y dramáticos recortes de derechos humanos a los pobres.
Una ruta a la barbarie. Sin embargo, las luces frente a las tinieblas
del mundo central asoman en la periferia. La más prometedora, la más
desafiante, la más transformadora es la de la nueva América latina y el
Caribe, que en la situación mundial actual se constituye en lo que
podríamos denominar un bloque de resistencia contra la barbarie.
El concepto de barbarie fue solicitado
en múltiples ocasiones para juzgar las paradojas de la historia. Se lo
usó para visualizar lo extraño o lo extranjero, aun cuando fuese
portador de virtudes que no encajaban en la mochila de los vencedores.
Ahora, como un envío de los tantos sacrificados por culturas políticas
que cometieron el profundo error de sentirse superiores solamente por
gozar del imperio de la fuerza, surge de los horizontes latinoamericanos
un dictamen que viene de lejos y se escucha de múltiples maneras: la
lucha contra la barbarie implica revisar historias, construir conceptos
nuevos que en la maraña de horas de violencia que vive el mundo, rescate
nociones arcaicas de libertad creadora con los lenguajes de una
modernidad de los pueblos, que muestre que no cortar el hilo de la
memoria es lo más avanzado que pueda ejercerse en materia de
liberaciones políticas, intelectuales y artísticas.
Vaya paradoja de nuestros tiempos,
reminiscentes como siempre de otros que se presenciaron en el pasado, y
que sólo divergen de estos porque la astucia de la historia ha cambiado
uno o dos nombres propios; los voceros de esa Europa que parecía
ilustrada e inclusiva, cuna de todas las artes y las ciencias y de toda
protección social, no trepidan en calificar de populistas a gobiernos
democráticos latinoamericanos que han vuelto sus miradas a procederes
más ajustados a los deseos y necesidades de sus pueblos. He aquí que si
el voto en Latinoamérica y el Caribe está menos “bancarizado” y responde
más aproximadamente a lo que necesitan sus indigentes y sus pobres, si
crea trabajo en lugar de destruirlo, si sus empresas son más controladas
por los Estados y los créditos bancarios se inclinan hacia los pequeños
y medianos emprendimientos en lugar de como siempre, a oligo y
monopolios, es porque los acogió el demonio. Pero el pacto con el
diablo, gran fábula literaria de todos los pueblos, y que diera tanto en
Europa como en Latinoamérica obras literarias ejemplares, desde Goethe
hasta Guimaraes Rosa, puede interpretarse hoy como una nueva alianza
entre ejércitos tecnológicos y tecnologías financieras, la que usurpando
la libre decisión de los pueblos, da curso a una nueva camada de
administradores de emergencia que suponen que las poblaciones agredidas
canjearán su futuro entrando en las nuevas burbujas del ilusionismo en
el nombre de lo que ya no puede pensarse a sí mismo: el capitalismo
mundial, en todos sus aspectos.
Consideran honorable gesta atacar a
numerosos gobiernos latinoamericanos, con la rara persistencia de un
bombardeo continuo, porque se les ha ocurrido dar pasos hacia la
autonomía de los países centrales. Estos herejes han decidido crear y
fortalecer la Unasur y crear la Celac –una renovada región con expansión
de derechos y nuevas formas sociales y económicas– inspirados en las
mejores tradiciones independentistas y patrióticas. Las diatribas son
feroces y odiantes. Más aún cuando provienen de los medios de
comunicación de la propia América latina que les son afines y los
partidos locales de oposición. Evo Morales en Bolivia, Correa en
Ecuador, Dilma y Lula en Brasil, Néstor Kirchner y Cristina Fernández en
la Argentina, Hugo Chávez en Venezuela y Mujica en Uruguay, tienen la
gran oportunidad, aun en sus diferencias, para mostrar que las fuentes
de la democracia que conciben como la mejor forma de organizar la
sociedad implica una noción crítica frente a los que consideran que las
naciones libres ya son artificios, meras superficies inventadas como
efecto de los grandes negocios, tráficos clandestinos y dominio
irracional de la naturaleza.
El más claro y reciente ejemplo de esta
capacidad de la región es la sanción al gobierno ilegítimo que desplazó a
Fernando Lugo, acrecentada con la decisión inmediata de incorporar
Venezuela al Mercosur. Este hecho, que convierte a la región en la
quinta potencia mundial, es la más dura derrota asestada a la diplomacia
y a los servicios de inteligencia norteamericanos desde que el ALCA
fuera liquidado en Mar del Plata en 2005.
Por eso es necesario preguntarse si este
momento argentino y latinoamericano que se desenvuelve alrededor de los
principios de la libertad, la justicia y la dignidad de los pueblos
está en riesgo. ¿Es diferente este momento a otros, ya superados, donde
se puso a prueba lo que se estaba logrando? Esta pregunta habita en los
que han tomado la decisión de colocar sus esfuerzos alrededor de los
principios legítimos que animan estos gobiernos de la transformación. No
hay dubitación en nuestro apoyo, que se mantiene activo precisamente
porque la pregunta por el riesgo, al hacerse, obtiene respuesta
afirmativa. Si hay riesgo, que lo hay, hay redoble de la circunstancia
solidaria con los gobiernos democráticos de la región. Por eso tomamos
la palabra junto con nuestro pueblo, que busca, recuperando antiguas
memorias y experiencias, atesorar en sus manos el destino colectivo,
cuando pasa del uno aislado al múltiple, contradictorio y expresivo,
diletante y combativo, crítico sin razón o con fundamento, que habita en
el corazón de toda realidad. De ese pueblo somos parte. Este es el que
ha decidido estar, en su mayoría, junto a nuestro gobierno, porque la
historia marca su lugar.
Desde los ’70, cuando todo nuestro
continente hervía en los pueblos movilizados por una historia diferente
de la que labraron durante décadas la alianza entre las oligarquías
locales, los grandes multimedios y los representantes de los intereses
norteamericanos, la lucha dejó miles de muertos, cuya memoria destella
como reclamo incesante por la justicia. En los ’90 el carnaval alegre
del salvaje capitalismo festejó el triunfo de los poderosos y el de la
miseria económica y moral de los pueblos. Aunque no es la historia esa
mochila cargada con anécdotas y fechas, actos heroicos y traiciones,
frases célebres y olvidadas, nombres de hombres que figuran con los
datos del vencedor y del vencido. Hay una historia que se repite y
vuelve a lo mismo. Pero hay otra, la que nos muestra lo que se repite en
la historia cuando esta repetición proviene del futuro, y conservando
lo más innovador, el acontecimiento del pasado, introduce una diferencia
que resitúa ese acontecimiento, le da dimensión y sustancia, lo
convierte en poder para realizar esas transformaciones que se pusieron
en juego y fueron derrotadas.
No es una cuestión casual, aunque admite
porciones importantes de anomalías en lo que nunca es el trazado lineal
de una historia. Algunos, como Néstor Kirchner, pusieron en juego la
capacidad de captar el momento y hacer lo necesario para la reparación
del olvido que había caído sobre el pueblo, para recuperar la política
como arma de transformación. No haremos el recuento de lo logrado y que
se continúa, sin duda, en lo que Cristina Fernández produce en medio de
las inclemencias de la hora y que es la continuidad histórica de una
posición, de una decisión que transforma las luchas de los ’70 en un
accionar sin tregua por la igualdad, la justicia social y económica de
este tiempo, convirtiendo las heredadas utopías en el poemario laico y
complejo de la acción popular. La entrada de cientos de miles de jóvenes
a la política anticipa el rostro del futuro, porque sin una
movilización masiva, en los momentos necesarios, queda sin soporte un
proyecto que busca aún su tono, sus palabras justas, en medio de
decisiones que tomadas siempre en tiempo de urgencia han cambiado la
manera y la intensidad de la discusión política en el país.
Si hablamos de riesgo sin mordaza
alguna, sin ningún condicionamiento a nuestro apoyo irrestricto a este
proyecto popular, es porque el bloque del poder tradicional puede
aparecer como vencido, pero simplemente posterga, hasta encontrar el
momento adecuado para golpear sobre estas jóvenes democracias populares.
En nuestro país lo intentaron con la Resolución 125, y no pudieron.
Pero han logrado voltear, utilizando los recursos cínicos del
republicanismo constitucional y en nombre del rescate de la propia
democracia de las manos de sus supuestos pervertidores, la incipiente
democracia paraguaya e instalaron, nuevamente, en Bolivia, la idea de un
golpe contra el presidente Morales. Como si de una recurrente pesadilla
se tratase, la instalación en Mariscal Estigarribia, Paraguay, de la
base militar de los EE.UU., con 1500 marines con inmunidad diplomática y
un aeropuerto donde pueden aterrizar sus gigantescos aviones, recuerdan
la evidente injerencia norteamericana en tramos aciagos de una historia
no tan lejana que reclama de nosotros, y de nuestros gobiernos, el
estado de alerta y denuncia que garantice la continuidad de los
proyectos democráticos populares.
Pero sabemos que este escenario no es
todo. Hay debates que nos corresponden a nosotros, como argentinos. La
potencia imperial es previa a sus representantes, a las alianzas
históricas con ese sector que representa lo inmóvil de la historia y más
aún, el lánguido reclamo de retroceso de lo tanto que se ha logrado en
la Argentina en estos años de gobierno popular. Ese sector nunca se dará
por vencido. En la defensa de sus intereses, que radica
fundamentalmente en sus tasas de ganancias. Por esto, es necesario
afirmar, continuar, debatir, la lógica y hasta diríamos la epistemología
que haga imposible ese retroceso del país, respecto del avance
formidable de estos últimos años, con la única arma posible:
profundizar, corregir, proponer, movilizar.
Por otra parte, los pueblos y los
gobiernos de Suramérica son navíos en la tormenta que asumen la
responsabilidad de rediseñar las magnas normas para que coincidan con
los procesos de transformación que suceden en varios países de la región
viabilizando, en algunas de esas experiencias populares, la eventual
continuidad democrática de liderazgos cuando estos aparecen como
condición de esta inédita etapa regional. Ello configura un “momento
constitucional”, apropiado para ligar las transformaciones en curso y el
andamiaje legal. No se trata de imponer normas, sectorizar gobiernos,
arbitrar en causa propia en cuestiones de grave significación
institucional, sino de pensar en forma completa el decurso de una
historia. Si las formas más relevantes de los cambios deben ser
protegidas, un armazón novedoso de normas debe legislar a una escala
constitucional admisible y nueva las relaciones entre el Estado y la
sociedad, entre la producción y el consumo, entre la economía y la
política, entre la república y la nación, entre los derechos
particulares y los derechos sociales.
Es posible que no se resista a utilizar
la fácil calificación de nombrar el fenómeno como “constituciones de
última generación” por la obviedad imperiosa de aparecer como nuevas,
pero conviene descubrir y destacar que lo que las distingue es tanto el
proceso que las genera como las definiciones con que rediseñan a las
naciones. No se trata del antiguo constitucionalismo que lanzaba sus
dictámenes luego del crepúsculo, luego de que las guerras terminaran y
permitieran que “el búho de Minerva alzara vuelo”, sino que ahora el
propio saber constitucional es parte de las acciones políticas reales.
El proceso que aquí se desea es envolvente, popular, participativo, no
se reduce a la mera emisión de un voto eligiendo a los que en la
situación serían los constituyentes. El mandato se cuece en un intenso
debate democrático y masivo, en algún caso entremezclado con
innovaciones más sensibles de las formas de representación.
Un nuevo cuerpo normativo, realizado y
sostenido por un sujeto constituyente popular, debe establecer una
barrera antineoliberal, en el reconocimiento de la multiculturalidad, la
reconstrucción de la geometría del Estado, la inclusión de nuevas
formas de propiedad, el dominio nacional-estatal de los recursos
naturales, la protección del ambiente humano y natural, el
reconocimiento de la salud como derecho y la responsabilidad del Estado
para ofrecer respuestas integrales a la necesidad de salud de las
poblaciones con eje en servicios públicos, el respeto a la
heterogeneidad lingüística del territorio nacional, las relacionales
colaborativas entre sociedad y Estado: en suma, el reconocimiento de
áreas que requieren un gran debate imprescindible.
¿Cómo no reconocer que Argentina
necesita una nueva Constitución? El proceso de transformación en curso
que en nuestro país reconfigura la nación es parte del fenómeno que
recorre Suramérica. Y este fenómeno, sea que atraviese momentos de
bonanza como de riesgo, merece una altura constitucional diferente. Esta
es nuestra convicción y nuestro compromiso.
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