¿Sadismo?
Sí, sadismo. ¿Cómo llamar de otro modo esa complacencia en causar dolor
y humillación a personas? En estos años de crisis, hemos visto cómo –en
Grecia, en Irlanda, en Portugal, en España y en otros países de la
Unión Europea (UE)– la inclemente aplicación del ceremonial de castigo
exigido por Alemania (congelación de las pensiones; retraso de la edad
de jubilación; reducción del gasto público; recortes en los servicios
del Estado de bienestar; merma de los fondos para la prevención de la
pobreza y de la exclusión social; reforma laboral, etc.) ha provocado un
vertiginoso aumento del desempleo y de los desahucios. La mendicidad se
ha disparado. Así como el número de suicidios.
A
pesar de que el sufrimiento social alcanza niveles insoportables,
Angela Merkel y sus seguidores (entre ellos Mariano Rajoy) continúan
afirmando que sufrir es bueno y que ello no debe verse como un momento
de suplicio sino de auténtico júbilo. Según ellos, cada nuevo día de
castigo nos purifica y regenera y nos va acercando a la hora final del
tormento. Semejante filosofía del dolor no se inspira en el Marqués de
Sade sino en las teorías de Joseph Schumpeter, uno de los padres del
neoliberalismo, quien pensaba que todo sufrimiento social cumple de
algún modo un objetivo económico necesario y que sería una equivocación
mitigar ese sufrimiento aunque sólo fuese ligeramente.
En
eso estamos. Con una Angela Merkel en el rol de “Wanda, la dominadora”,
alentada por un coro de fanáticas instituciones financieras
(Bundesbank, Banco Central Europeo, Fondo Monetario Internacional,
Organización Mundial del Comercio, etc.) y por los eurócratas adictos de
siempre (Durao Barroso, Van Rompuy, Ollie Rehn, Joaquín Almunia, etc.).
Todos apuestan por un masoquismo popular que llevaría a los ciudadanos
no sólo a la pasividad sino a reclamar más expiación y mayor martirio “ad maiorem gloria Europa”.
Hasta sueñan con eso que los medios policiales denominan “sumisión
química”, unos fármacos capaces de eliminar total o parcialmente la
conciencia de las víctimas, convertidas sin quererlo en juguetes del
agresor. Pero deberían ir con cuidado, porque la “masa” ruge.
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